En el departamento de Nariño donde el río Patía, que nace en el volcán
Sotará, aún se encuentra custodiado por el Macizo Colombiano, se asientan
algunos de los descendientes de la tribu Yanacona*. La comunidad está ya muy
permeada por la cultura occidental, sin embargo la tradición oral conserva
muchas historias vivas, principalmente en un dialecto del quechua**.
Cutec es un muchacho del pueblo Yanacona. Delgado, de piel cobriza,
con pómulos y nariz prominentes y angulares, miembros inferiores algo más
grandes que los de sus contemporáneos. Esto último le había dado la reputación
de ser el más rápido en subir las montañas del lugar. Hoy no quería subir más,
bajaba la cuesta con el corazón luchando para abandonar ese cuerpo que a pesar
de sus dimensiones parecía una prisión sin suficiente espacio para él. Su respiración
era profunda y rápida como de quien va a desmayarse por hiperventilación. Perseguía
ese par de siluetas sin descanso.
***
El padre de Cutec, Nunay, estaba muriendo escondido de la luz sin
salir de casa. Decía que en sus meditaciones había visto a los espíritus del
mundo desaparecer, a donde mirara ahora sólo veía máquinas como aquellas con
las que los hombres blancos juegan. Las plantas se han vuelto maquinas, los
hombres también. El rio y la montaña ya no susurran nada en sus oídos. “Kaipachay
wañunaramuña” era todo lo que sabía decir ahora, un lamento de pérdida que
quiere decir algo así como “mi mundo ha muerto”. Cuando las crisis se hacían más fuertes y el
viejo comenzaba a gritar, las señoras del pueblo encendían velas frente a la
entrada como ofrenda por la salud del hombre.
Fue Kuoqu, una joven aprendiz del sacerdote, quien le habló del camino
que tenía que recorrer para recuperar la salud de Nunay. Una madrugada, en que
Cutec llegaba de pescar, ella se le acercó mientras este guardaba las redes en la
canoa. Sin decirle nada le tomó las manos y se las llevó al rostro presionando
los dedos del muchacho contra su labio superior. Aspiro lenta y profundamente. Con
cuidado separó un poco la piel y las uñas en la punta de los dedos, dejando el
barro al descubierto, y aspiró de nuevo. En medio del cansancio, y a pesar de
mantener una gran amistad con Kuoqu, Cutec sintió escalofríos. Se acordó de
aquella vez en que los espíritus tomaron posesión de su cuerpo cuando en el río
comenzó a lavar su miembro con esmero. Sin embargo, a pesar de los deseos
actuales él no sentía mayor interés por Kuoqu, la admiraba por haber logrado
ser aprendiz a tan corta edad, pero no más. Bueno… sí había algo más. Sentía
fascinación por sus ojos, oscuros, rasgados y de extraña orientación que le recordaban
claramente su vínculo con los antepasados incas.
- Kachitu ñawis – dijo Cutec.
Kuoqu exhaló y sonriendo movió la cabeza de lado a lado como
espantando las palabras. Ambos hablaban español pero él había decidido utilizar
con más frecuencia la lengua de su pueblo. En parte por eso se había vuelto tan
próximo de Kuoqu, ella debía hablar en quechua la mayor parte del tiempo. Aunque
con Cutec, a veces, se daban muchas licencias mezclando o alternando los
idiomas.
- Ya es tiempo de viajar – dijo Kuoqu – Hokeu lo está esperando al
otro lado de la montaña.
- ¿Hokeu? – preguntó el muchacho.
- La cura que usted necesita– dijo colocando los dedos de Cutec sobre
su pecho.
Ya en una ocasión anterior ella le había hablado sobre la enfermedad
de su padre pero sólo recordaba una frase. “Hace casi 20 años que se encerró en
casa, y mañana serán quince en que nadie ve a su padre, usted es el único que
habla con él desde ese entonces”, había dicho con sus ojos fijos en un punto
que parecía estar entre sus dos cejas, como si, a pesar de mirarlo a la cara,
rehusara enfocarse en los ojos.
- La cura que necesita el viejo – puntualizó Cutec.
Kuoqu se encogió de hombros mientras las nubes se hacían a un lado y
la luz de la luna revelaba ese curioso y pequeño lunar que tenía entre su ojo
izquierdo y el puente de la nariz. Era casi hipnótico.
- Ya sé que durante el día se la pasa en casa con Nunay y que sólo
sale en las noches, pero hoy cuando caiga el sol tiene que subir la montaña del
Sotará para encontrar a Hokeu – explicó lentamente –. Debe tener mucha
serenidad al encontrarse con ella, si se mantiene en calma sabrá qué debe hacer
al regresar a casa.
Le besó el vientre de los dedos y envolviéndose en su ruana se alejó
de él para perderse de vista al doblar la esquina de las destapadas calles del
pueblo. Cutec por su parte se quedó inmóvil por algunos segundos después de que
la imagen de Kuoqu desapareciera. El pantalón que llevaba remangado se pegaba a
su piel por el agua y la brisa lo golpeaba suavemente pero él no sentía frío.
Llegó a casa y preparó su mochila con agua y algo de comida. Le extrañó no oír
los usuales murmullos que llenaban comenzando poco antes del amanecer y
terminando con el ocaso. Agotado se recostó en una silla y cayó profundamente
dormido.
Despertó y ya estaba oscuro. No debía ser muy tarde pues al salir
sintió la tierra caliente bajo sus pies, había restos de parafina fresca en la
entrada de su casa. Debió haber estado muy
cansado porque no escuchó nada.
Caminó sin detenerse dos días y tres noches. Comía y bebía mientras
caminaba, sirviéndose muchas veces de algunos frutos u hojas de plantas
comestibles que encontraba en el camino. Evitaba gastar el pescado y la carne
seca que tenía en su bolsa pues eso lo podría detener por motivos fisiológicos.
Se dejaba lavar por la lluvia y si no lo secaba el sol, se secaba emanando
vapor como un caballo a causa del ejercicio.
Al amanecer del tercer día, ya habiendo llegado a los páramos del
volcán se detuvo junto a una enorme roca. Se envolvió en las tres ruanas que
llevaba puestas y durmió hasta el atardecer. Cuando abrió los ojos aún el cielo
tenía colores rojos y oro en el horizonte, las nubes que usualmente envolvían
la montaña ya se habían deslizado hacia los valles dejándolo todo húmedo y
brillante, reforzando los colores y contrastes del paisaje.
En ese momento vio dos siluetas bajando por un sendero, el frío
desapareció. Una ola de calor lo recorrió comenzando en su estómago y esparciéndose
por todo el cuerpo. Emprendió el descenso acelerando cada vez más su paso,
quería estar seguro de la familiaridad de las figuras. Era ella, eso es seguro,
Hokeu bajaba la montaña en compañía de un hombre de baja estatura. ¿Quién era él?
- Qhuincha muttu egego! – exclamó Cutec (Enano desgraciado!).
Tenía miedo de que el hombre se la llevara lejos y así no pudiera
saber la cura para su padre. Se adelantó para que Hokeu consiguiera verlo. La
miró a los ojos y quedó prendado de su belleza. Eran tan diferentes a los de Kuoqu,
eran de un tipo que él nunca había visto antes. Ella por su parte bajó la
cabeza evitando el contacto… “Qhusi pacaskka nayra” pensó, “simiy muchasqaykita
yuyachkankichu”, dijo una voz en su cabeza dirigida a Hokeu. Se detuvo frente a
una cruz de piedra mientras el hombre pequeño, con decisión, se la llevaba alejándola
de él.
Aferrado al bloque se acurrucó diciendo “Anchanchu kkinacoy suanaran, Hokeuy
auanaran, warmiy suanaran” que traduce “el duende robó mi tesoro, me robó mi
Hokeu, robó mi mujer”. Dos días más duró sollozando junto a la cruz hasta que
Kuoqu apareció y le dijo:
- Nunca fue tuya, hace ya mucho que él se la llevó consigo.
Era la quinta vez que Kuoqu lograba sacarlo de casa durante el día después
de cinco años tras la muerte de Hokeu a manos de aquel hombre pequeño. También
era un día más de fracaso al ver la tumba de su esposa. Tras una semana de
viaje de regreso al pueblo, al entrar en la humilde casa de madera y adobes, Cutec
se sentó en una estera contra el rincón de la vivienda. Con la llegada de la
luz del sol comenzó a murmurar:
- Kaipachay wañunaramuña, kaipachay wañunaramuña,
kaipachay wañunaramuña…
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*Aunque el presente cuento utiliza como base algunos aspectos reales,
no representa de forma alguna la cultura o idiosincrasia Yanacona. Es un relato ficticio en el cual me he tomado la libertad
de adaptar una historia fantástica a una comunidad humana existente.
** Las palabras en quechua son un intento de expresión de un
aficionado con casi nulos conocimientos de dicha lengua.
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