Juan Camilo Vizcaíno había decidido poner punto final a su relación,
bueno si es que a eso se le puede llamar así. Había salido a escondidas con Clara
por casi seis meses, seis meses en que la inocente niña, mimada por sus padres
y con un registro escolar impecable, había traicionado a su novio para
divertirse esporádicamente con Juan. Él ya no soportaba más. Se levantó más
temprano que nunca y se fue hasta la esquina de la casa de Clara para esperar a
que ella pasara a las seis como de costumbre.
El cielo estaba gris y las calles mojadas por la lluvia que cayó toda
la noche. Metió las manos en los bolsillos del buzo de algodón y se recostó en la
barda del antejardín de una casa de esas de Teusaquillo, con su característico estilo
inglés. Tenía los dedos de los pies entumecidos de frío al interior de sus
zapatos de cuero negros. Maldijo por lo bajo el no poder llevar puestos sus tenis.
Apenas vio a Clara salir de su casa se fue caminando hacia ella lanzando un
sentido discurso que acompañaba con un dedo acusador.
– ¿Sabes qué odio? – le espetó sin más – Me carcome la ira cuando
pienso en lo cobarde que has sido, siempre escondiendo todo detrás de una
imagen débil e inocente. ¡Morronga de mierda! Ayer caminando encontré los
pedazos de mi foto regados en un parque, tenías que deshacerte de ella antes de
que alguien la encontrara ¿verdad? Tienes que asumir las cosas con madurez! Que se enteren de quien eres, una zorra egoísta... – la miró a los ojos y el corazón se le subió a la garganta palpitando fuera de si – ¡Malparida hijueputa! – el
frío de la mañana marcó con una nube de vaho la penúltima y plosiva sílaba. La palabra retumbó en la calle vacía. Juan
le lanzó una última mirada de desprecio y se fue caminando de prisa para llegar
a la clase de siete.
Abrió la puerta del salón y se fue a su puesto en la esquina posterior
derecha. La profesora comenzó a llamar lista, el era el penúltimo así que se distrajo mirando por la ventana. Se imaginó a Clara volviendo a casa
y encerrándose en el cuarto con su humillación. Nunca había sido tan grosero, tal vez se le hubiera ido la mano pero qué más daba. Estaba tan abrumado por los
nervios y la satisfacción que le había causado gritarle que ni se dio cuenta
que la profesora ya había llegado a su nombre.
– ¡Vizcaíno! – llamó por segunda vez.
– Presente – respondió el.
– ¡Zambrano!
– …
– ¡Zambrano! – la profesora levantó la vista y miró a la derecha de
Juan – Camilo, ¿sabes que ha pasado con Clara?
– Sí, ella no vendrá hoy pues está enferma y se siente mal – respondió
con plena seguridad.
Llamaron a la puerta, la profesora guardó los papeles y atendió.
Estuvo fuera del aula unos segundos y al entrar dijo:
– Vizcaíno, a la rectoría. Rapidito. ¡Dizque enferma!
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