Antes de irnos a la cama por primera vez, se levantó
apresuradamente del sofá y acomodándose la ropa huyó a la cocina. Yo, algo
desconcertado, la veía cómo revoloteaba de aquí para allá llevando trastos
sucios, organizando utensilios y, básicamente, evadiendo la situación. Si bien
hacía apenas unos segundos ella era una hoja frágil que se deslizaba sobre mí y
crujía delicadamente con cada pequeño soplo de aire, ahora parecía muy fuerte y
determinada, concentrada en su labor con el rostro muy serio.
Mientras bebía un vaso de agua observaba su figura de
espaldas a mí. La luz del sol entraba a raudales por la ventana haciendo que
todo resplandeciera en tonos neutros, lo cual le quitaba parte de la calidez
típica al verano. Esperaba que el agua serenara mi mente. Después de unos cuantos
sorbos me acerqué lentamente a ella y, abatido, agaché la cabeza hasta que mi
frente se posó en sus hombros. Quería que supiera que entendía sus miedos, que
yo también tenía los míos pero que no la quería perder. Respiré profundamente y
me sentí mareado, inundado por el deseo solté el vaso y la abracé fuertemente.
Vi como ella, con un suspiro, entornaba los ojos… tomó mis manos entre las
suyas poniéndolas firmemente sobre su
abdomen y guiándolas hacia abajo mientras yo saboreaba la sal en su cuello.
Tras una fracción de segundo pareció arrepentirse y me apartó de su lado para
volver al trajín de la loza.
Me quedé ahí, a un par de pasos de ella, debatiéndome entre
la culpa y la satisfacción del efecto logrado. Evidentemente predominaba lo
segundo pues al cabo de un rato, y casi conteniendo la risa, le pregunté si era
mejor que me marchara para que ella pudiera terminar sus tareas domésticas. El
ruido del ajetreo cesó inmediatamente al tiempo que ella agachaba la cabeza
escondiendo la sonrisa que se dibujó con la llegada de mis palabras.
Salí de la cocina mirando por la ventana de la sala en el
lado opuesto cuando, de repente, un fuerte tirón desde la izquierda me arrastró
a la habitación contigua que en breve quedaría en penumbra al cerrar la puerta.
No llevaba mucho tiempo de conocerla y tampoco la volví a
ver.
Hoy, casi cincuenta años después de aquel día, sigo
queriendo encontrarla. No buscarla. Que aparezca de imprevisto, desestabilice
mi mundo nuevamente y así, morir con algo de emoción. A lo largo de mi vida
aparecieron muchos personajes después de ella a pesar de tomar mis medicamentos
juiciosamente. Ninguno de relevancia. La amo a ella porque fue la primera,
porque me enseñó que mi mundo era diferente.
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